
Cuando nació su hija, ella tuvo los mismos sueños que cualquier otra madre. Desde las coletas de pelo hasta el vestido de novia, podía visualizarlo todo en su mente. La criaría para que llegara a convertirse en una adorable novia y en una esposa capaz, y un día vería premiado ese esfuerzo ¡con nietos!
Todas sus esperanzas se derrumbaron cuando su hija comenzó a tener convulsiones. No la clase de convulsiones típicas de un infante que, con el paso del tiempo, se supera. Estas convulsiones eran desenfrenadas, de una violencia sobrenatural. Ningún hombre ahora querría a su hija. Y si algún día volvía a tener hijos, nadie querría que lo asociaran a ellos tampoco. Según la opinión de la gente, los dioses los habían maldecido.
Entonces, un día, escuchó el rumor de que un hombre con un poder divino desconocido se encontraba viajando cerca y haciendo milagros asombrosos. No se trataba de un dios que su pueblo adorara, pero no le importaba. Era evidente que sus dioses no podían o no querían curar el sufrimiento de su hija.
—¡Señor, mi hija necesita su ayuda! —rogó emocionada cuando por fin lo encontró.
El hombre la ignoró y siguió caminando.
Ella no dejó de repetir la frase, cada vez más fuerte, con la idea de que quizás no la había oído.
Él continuaba actuando como si ella no estuviera. La única respuesta que recibió de parte del hombre fueron miradas de aquellos que caminaban al lado de él.
La mujer pensó que debía ser más específica, porque tal vez él creía que ella andaba pidiendo dinero.
—Mi hija está bajo el control de un poder maligno —dijo.
Cuando uno de los transeúntes finalmente habló, no se dirigió a ella, sino a él.
—Llévensela de aquí de una vez; está molestando a todo el mundo —dijo.
Ella insistió, y el hombre por fin se dignó a hablarle.
—No estoy aquí para ayudar a tu pueblo, estoy aquí solo por el mío. No está bien apropiarse de este precioso don destinado a los Hijos de Israel y luego arrojárselo a un pueblo que no es más merecedor que un perro —dijo.
Todos sabemos qué sucedió después.
—Pero aun los perros comen de las migajas —respondió la mujer.
Yeshúa quedó tan impresionado que ella obtuvo las migajas que fue a buscar. Su hija fue librada del mal y su historia quedó inmortalizada en las Escrituras.
La mayoría de las personas ignoran que, no obstante, esta fue la actitud que adoptó Yeshúa durante toda Su vida con cada gentil que se Le acercó. Él no estaba allí para salvar a las naciones del mundo. Él había sido enviado solo por el pueblo de Israel (Mateo 15:24).
Después de la cena, tomó en sus manos otra copa de vino y dijo: «Esta copa es el nuevo pacto entre Dios y su pueblo, un acuerdo confirmado con Mi sangre, la cual es derramada como sacrificio por ustedes» (Lucas 22:20).
El pacto se denomina nuevo porque ya existían otros pactos.
Cómo comenzó
Vale la pena que los cristianos se tomen un momento para procesar que si no hubieran sido judíos cuando Yeshúa murió, o cuando el Espíritu Santo descendió en Pentecostés, no hubieran estado invitados a la fiesta. Todos los discípulos a los que Yeshúa invitó a que lo siguieran eran descendientes directos de Abraham, Isaac y Jacob. Los miles de nuevos creyentes que se sumaron al Reino el día en que el Espíritu Santo descendió eran únicamente judíos, muchos de los cuales estaban de visita en Jerusalén para celebrar la fiesta judía de Shavuot (o de las Primicias).
Lo que los cristianos hoy en día consideran reglas molestas de la Ley eran tan solo una forma de vida para Yeshúa y Sus seguidores. Después de los tres años en que los discípulos viajaron con Yeshúa, e incluso después de la llegada del Espíritu Santo, nada cambió en su comportamiento como judíos. Siguieron yendo a la sinagoga y al Templo. Nunca desearon «librarse» para comer comida chatarra y no empezaron a reunirse los domingos, ya que el domingo en Israel hasta hoy es un día laboral.
Yeshúa jamás escuchó el nombre Jesús mientras vivió en este mundo. A su madre, Miriam, jamás le llamaron María, y a su hermano, Santiago, jamás le llamaron rey Santiago hasta que el rey Jacobo tradujo la Biblia más de mil años después. Ellos no festejaban las Pascuas, la Navidad ni la Cuaresma. Tampoco iniciaron una nueva religión.
Pedro conoce a Cornelio
Entonces el mundo se puso de cabeza
Los seguidores de Yeshúa tenían muy en claro que su misión era llegar a las ovejas perdidas de la Casa de Israel, hasta que el mundo se revolucionó. En un esfuerzo sobrenaturalmente coordinado, Dios organizó una reunión entre Cornelio y el apóstol Pedro (ver Hechos 10). Cornelio era un centurión, que al igual que los otros gentiles que se habían acercado a Yeshúa, veían en el Dios de Israel a alguien poderoso. Cuando un ángel se le apareció a Cornelio, le explicó que lo visitó gracias a sus fervientes plegarias y su generosidad hacia el pueblo judío. Él se convertiría en el primer no judío en ser invitado al Nuevo Pacto.
Pedro era un charlatán bullicioso que siempre parecía estar dispuesto a transgredir los límites de lo permitido. Esto lo hizo un excelente candidato para algo que sonaba una locura para los judíos: ofrecerle el Nuevo Pacto judío a un «humano impuro», un gentil. Así que, al instante de llegar el mensajero de Cornelio al lugar donde este se hospedaba en Jaffa, Dios le dio a Pedro una compleja visión y le mostró la perspectiva del cielo sobre el verdadero estatus de los no judíos.
Tras llegar a la casa de Cornelio, dijo [Pedro] a los gentiles reunidos: «Saben cuán ilícito es para un varón judío juntarse o asociarse con un gentil, pero Dios me ha mostrado que a ningún hombre debo llamar impuro o inmundo; por eso, cuando fui llamado, vine sin poner ninguna objeción. Les pido que me digan ¿por qué causa me han hecho venir?» (Hechos 10:28-29).
La historia prosigue con cómo Pedro, tras enterarse de la visita angelical a Cornelio, comparte la historia de Yeshúa y se asombra cuando el Espíritu Santo desciende a visitar a quienes estaban reunidos. No tardó en darse cuenta de que Dios había «cambiado las reglas», al menos de como él las conocía, e hizo que todos participen en la práctica judía de limpieza espiritual denominada bautismo. Como consecuencia, Pedro enfrenta una feroz oposición de parte de otros creyentes judíos hasta que les cuenta la manera sobrenatural en que todo sucedió. Ellos, también, se quedan asombrados de que el Dios de Israel ahora acepte a otras naciones en Su rebaño.
Al oír esto, se apaciguaron y glorificaron a Dios, y dijeron: «¡así que también a los gentiles les ha concedido Dios el arrepentimiento para vida!» (Hechos 11:18).
Lo que sigue son años de acaloradas discusiones acerca de cómo el Nuevo Pacto de los judíos debía aplicarse a estos gentiles. Los creyentes que había entre los fariseos (sí, existieron; leer Hechos 15:5) insistían en la circuncisión y el cumplimiento de la Ley de Moisés como requisitos para formar parte del Nuevo Pacto. Sin embargo, Pedro, Pablo y Bernabé, quienes cumplían con todas las prácticas judías, compartieron las pruebas de que Dios había aceptado a los gentiles cuando demostraron que los gentiles entraron en el Nuevo Pacto tan solo por la fe. Más tarde, los líderes judíos acordaron algunos puntos fundamentales y enviaron instrucciones sobre la moralidad y la generosidad para aquellos no judíos que quisieran participar en el Pacto.
Pasaron los años, y una gran cantidad de gentiles de todo el Imperio romano aceptó el mensaje de la salvación y el perdón de los pecados a través de Yeshúa, el Hijo del único y verdadero Dios. Esas personas se ganaron el nombre de cristianos, que es la palabra griega para «pequeños ungidos» (seguidores del Ungido). No obstante, los apóstoles judíos que habían llevado a las naciones el mensaje del Nuevo Pacto estuvieron allí solo al principio. Cuando el Imperio romano destruyó Jerusalén, muchos creyentes judíos fueron asesinados. Aquellos que fueron dispersados eran tan pocos en comparación con el número de cristianos que gran parte de la doctrina de la Iglesia se desarrolló de forma independiente de la comprensión judía. Debido a que las Escrituras fueron plasmadas en pergaminos grandes, pesados y caros, muchos de estos cristianos solo tuvieron acceso a una parte de ellas. Pocos vieron siquiera la mitad de la Biblia como la conocemos en la actualidad.
Las generaciones fueron pasando, y el mensaje del Salvador siguió transmitiéndose; las cartas del Nuevo Testamento circulaban por muchos lados, pero se olvidó por completo el marco en el que fueron escritas. Es decir, su origen judío. Sin el aporte de los judíos, la creencia de los gentiles en Yeshúa, que se conoció como cristianismo, atravesó tiempos oscuros. Se institucionalizó con una mezcla de cultura pagana e idolatría y una jerarquía que creaba las reglas sobre la marcha.
Cuando los judíos aprendieron a no crear ídolos a los que adorar, los cristianos con su historial de paganismo gentil erigieron estatuas a las que orar. Y si bien los cristianos de muchas naciones alguna vez habían estado agradecidos de ser incluidos en el Nuevo Pacto entre Dios con Su Israel elegido, ¡ahora se jactaban de ser el nuevo pueblo de Dios!
Por suerte, en el último siglo, se solucionó gran parte del error. Incluso en el presente, sin embargo, se pueden encontrar vestigios de esta visión porque las Biblias con el Nuevo Testamento se imprimen sin el «menos importante» Antiguo Testamento. También es frecuente escuchar a los predicadores enseñarles a sus fieles: «En cualquier parte de la Biblia que aparezca una promesa de Dios a Israel tan solo debes reemplazar el nombre de Israel por el tuyo, porque cuando Dios habla de Israel, ¡se refiere a ti!».
Que conste que leer la Biblia y pedirle a Dios las bendiciones que le prometió a Israel es una excelente práctica, siempre y cuando quede claro que la promesa original ¡también es válida para Israel!
El contexto histórico descrito anteriormente es esencial para entender lo absurdo del hecho de que los cristianos de hoy no tengan una respuesta unánime a la siguiente pregunta:
¿Se les debería contar a los judíos sobre Yeshúa?
Esta pregunta hace poco encendió la polémica debido a que en abril se lanzó en Israel una estación de televisión que, por primera vez, obtuvo el permiso para transmitir programas en hebreo y en árabe donde se hace referencia a Yeshúa como el Mesías judío.
A nadie sorprendió que los judíos influyentes de Israel se opusieran a la emisión de este canal, pero sí fue una sorpresa la feroz oposición que plantearon algunos cristianos respecto al canal.
Antes de responder, quise entender cuál era su razonamiento, pero a medida que vi el intercambio de explicaciones, me di cuenta de que muchos de los puntos de desacuerdo tenían varios matices y no abordaban el principal problema. Así, la pregunta que planteo en este artículo no es tanto si un canal de televisión no debería existir en Israel o si un enfoque teológico al dar testimonio es mejor que otro, sino más bien, fundamentalmente, si el mensaje del Nuevo Testamento debería compartirse con el pueblo judío.
“La casa de Israel”
Se apropiaron del Pacto
Imagina que invitas gente a tu casa, una casa que en tu familia se ha ido pasando de generación en generación, con hermosas joyas, jarrones, cuadros y muebles. Al entrar, tus invitados se asombran con la belleza de tu hogar porque nunca habían visto algo parecido y te piden permiso antes de siquiera animarse a tocar alguno de los objetos.
Estos mismos invitados vuelven seguido y traen a sus amigos con ellos. Pronto, conocen tu lugar tan bien que pueden mostrar cada rincón de él sin necesitar que los guíes. Ahora, los amigos de tus primeros invitados traen a sus amigos, y estos a otros amigos; algunos de los nuevos casi que ni te saludan. Se siente extraño, pero aun así es maravilloso ver la alegría en sus rostros cuando recorren tu casa y se maravillan ante sus encantos. Las personas están tan cautivadas que vienen en masa a tomarse fotos en frente de tu ahora famoso hogar. Algunos hasta comienzan a mudarse al vecindario para poder estar cerca y visitarla más seguido.
Entonces, un día regresas a tu casa, y te encuentras con que está llena de gente: amigos de amigos de amigos, y ninguno sabe quién eres. Intentas llegar a la puerta, pero la gente que está cerca te bloquea el paso y decide que tú no luces como alguien que pertenece a ese tipo de vecindario. No te dejarán entrar.
Después de pensarlo dos veces, una de esas personas te ofrece que si cambias de apariencia a fin de parecerte más a ellos, te dejarán entrar para que disfrutes del que ahora es su hogar.
Mientras estás en el patio considerando tus opciones, alguien abre la ventana del segundo piso y arroja varios de tus jarrones de arcilla más antiguos; al igual que tú, esos jarrones no encajaban con su patrón.
Solo si puedes imaginarte lo que se siente esta escena puedes empezar a comprender lo que significa ser un judío creyente en Yeshúa que tiene que ver cómo los cristianos se entregan a las bendiciones de nuestro pacto y luego intentan prohibir que, nosotros y nuestro pueblo, accedamos a ese mismísimo pacto.
Me pregunto que hubiera pensado el apóstol Pablo si hubiera sabido que los descendientes de aquellos gentiles por los cuales arriesgo la vida para acercarles el mensaje de Yeshúa le cerrarían las puertas del Reino a su propio pueblo. Aquel pueblo del que dijo:
Tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón por mi pueblo, mis hermanos judíos. Yo estaría dispuesto a vivir bajo maldición para siempre, ¡separado de Cristo!, si eso pudiera salvarlos (Romanos 9:2-3).
Se podría afirmar que los cristianos no deberían intentar convertir a los judíos al cristianismo; y, me permito agregar, que es totalmente innecesario ¡y hasta contraproducente! Los cristianos son injertados en el Nuevo Pacto judío; los judíos no son injertados en un pacto cristiano. Los judíos que abandonan su herencia judía por una vida cristiana de tipo gentil pueden disfrutar los beneficios del perdón de los pecados y de la vida eterna, pero se perderán del llamado único que Dios le confirió a Israel.
Se podría afirmar que los cristianos deberían estudiar la singularidad del pueblo judío antes de salir corriendo a darles testimonio del mismo modo que lo harían con cualquier otro grupo étnico.
Se podría afirmar que los cristianos tienen muchos vínculos que construir a causa de los siglos de atrocidades que cometieron en nombre de Yeshúa.
Sin duda, se podría afirmar que es mucho más eficaz, e incluso más apropiado en su totalidad, ayudar a que los creyentes judíos se acerquen a su propio pueblo en lugar de enviar gentiles de afuera.
No obstante, los cristianos que afirman que a los judíos no se les debería contar sobre el Nuevo Pacto dan muestra de una ignorancia increíble respecto a la fuente de su propia salvación. No olvidemos que Yeshúa dijo: «La salvación viene de los judíos».
Además, los cristianos que toman medidas para impedir que los judíos accedan al Pacto que Yeshúa mismo vino a realizar con Su pueblo de Israel se arriesgan a interponerse en el camino del intenso amor de Dios por el pueblo al que, en Isaías, se refiere cariñosamente como Su herencia.
Para que quede claro, la intención de Dios siempre fue regresar a toda la humanidad a Sí mismo. Cuando Juan el Bautista vio a Yeshúa, hablando bajo inspiración, dijo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».
Sin embargo, cuando es Dios quien hace el rescate, Él decide Sus propias reglas; y Su plan era dejar entrar al pueblo judío y, a través de ellos, salvar al mundo entero. Él sabía que ellos rechazarían a Yeshúa y uso ese rechazo para llegar a las naciones.
Ahora, es el turno de los cristianos de demostrar su gratitud al llevar a Israel como una carga de oración y provocarles celos.
Esta provocación no sucederá por el mero hecho de apoyar políticamente a Israel y disculparse por la historia de la Iglesia, o peor, por decir que Israel ya tenía un Pacto y que no necesita otro. Más bien, ocurrirá cuando los judíos vean las vidas cambiadas de los gentiles y su intimidad con el Anciano de días y descubran que todo fue posible gracias al Nuevo Pacto que Dios les ofreció a los judíos primero.
Por Shani Sorko-Ram Ferguson